Hay días en los que muchos de nosotros, los docentes, salimos de la escuela con una sensación semejante a lo que sería volver del campo de batalla. Pareciera que nuestro trabajo, ligado a los procesos de enseñanza-aprendizaje, quedó en un segundo plano y a lo largo de la jornada quedamos enfrascados en enfrentamientos de más o menos intensidad con el grupo de alumnos.
En lugar de propiciar procesos académicos, lo que sentimos es que hemos dedicado el día a presionar, convencer, regañar, castigar y forzar para conseguir un ambiente propicio al trabajo escolar. Percibimos también que los alumnos han hecho su esfuerzo... pero en sentido contrario.
Desafortunadamente, así como el paso continuo hace vereda, algunas dinámicas escolares tienden a dejar huella y a reproducirse con pasmosa regularidad en el día con día. Hablar de lucha o batalla sería opuesto a cualquier concepción educativa contemporánea. Motivo más que suficiente para abandonar la lectura; y sin embargo, por lo menos como un pretexto para la reflexión, nos atrevemos a proponer tal símil: el de la contienda escolar en el salón de clases.
En principio parecería que sí, que así es. Mismo objetivo, mismo trabajo y mismo ambiente. Sin embargo, de entrada hay una diferencia fundamental. Tratándose de procesos de enseñanza-aprendizaje, el sitio ocupado por usted y el ocupado por sus alumnos, es diferente.
De alguna manera, la escuela como institución considera que usted ha concluido una formación, o cuando menos ha rebasado los límites mínimos como para considerar que su papel en la sociedad es ya el de ayudar a otros —los alumnos— en el avance de su propio proceso.
En lo que se refiere a los estudiantes, se asume que su formación es incipiente y requieren por tanto de ayuda: la que usted brinda como profesor o profesora. Así, pues, algo que debe quedarnos suficientemente claro es que no somos amigos ni compañeros: nosotros somos maestros y ellos alumnos.
Ramón Cordero G.
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